Walk in closet
31/05/2011 Barranquilla, Colombia, 2.37am
“¡Te odio, te odio, te odio!”, gritó mamá, entre sollozos, “¡No me toques!”. Seguido por los portazos, y los pasos pronunciados de ella que la llevaron hasta la alcoba matrimonial. Tiró la puerta. Los pasos de él la siguieron, abrió la puerta y se pudo escuchar el llanto de ella. Cerró la puerta y todo se convirtió en ruido, hasta que volvieron a gritar. “¡Me largo si eso es lo que quieres!”, comenzó papá. “¡Claro, eso es lo que has querido hacer siempre, mal parido!”, contestó mamá. Algo grande estalló contra el suelo. La casa tembló. “¡Empaca!”, ordenó ella.
Hubo silencio por un rato, no se oían murmullos, sólo el llanto de mamá. “Te odio”, comenzó a decir con voz alta, “Te odio”, dijo más duro. “¡Te odio!”, gritó a todo pulmón. Unos ruidos extraños con la garganta, una mezcla entre llanto, un grito de ira, y un chillido de dolor estremeció lo que quedaba del hogar. “¡Estás loca, maldita sea!”, vociferó él, con rabia. Ella gritó con miedo.
Apreté mi cara contra la almohada. Cerré los ojos, aunque no pudiese ver nada. Esperé a que los gritos pasaran. Fui de puntillas, con mucho cuidado, hasta el cuarto de mi hermanita. Ella agarraba su caballo de peluche entre sus brazos y lloraba. La abracé con fuerza y le dije al oído: “A partir de hoy no vuelve a pasar. Hoy se acaba todo, ya verás”. Eso la hizo llorar más fuerte. Los gritos habían vuelto.
“Yo, como una tonta, siempre defendiéndote de lo que me decían de ti”, dijo envuelta en llanto, “¡Dime la verdad, maldito!”. “¡No te creo, no te creo nada!”, gritó.
Agarré a mi hermana por las manos. Me puse de pie y di un paso, pero ella no se movió de la cama. Señalé en dirección a la puerta que enviaba a su closet. Ella asintió. Nos movimos lento, caminando con la punta de los dedos, agachados, como esquivando los disparos. Antes de entrar en el cuarto del armario, ella agarró una de sus muñecas y un carro de juguete, que era mío.
“¡No me importa!”, rugió él, “Te puedes buscar a quien quieras”.
Cerré la puerta contigua al cuarto y la otra que le antecede al baño. Los gritos se convirtieron en ruido ahogado. Nos sentamos en el piso. Algo olía mal. Ella señaló sus botas. Estaban llenas de lodo y caca de caballo. “Pero son nuevas”, dije. Ella, asustada y sollozando, se encogió de hombros. Miré mi carrito de juguete, era el que hacía un tiempo buscaba, ya no tenía el esmalte de cuando era nuevo. Quise regañarla, la miré enseguida. Ella tenía las manos en la boca, y lloraba. Me acerqué a ella y la abracé hasta que escuchamos el estruendo de la puerta de la casa.
FIN
Daniel Franco Sánchez