Los distintos
[artista colaborador]
Éramos distintos. Pienso en esas palabras y miro por la ventana del avión. Abajo se ve un río, creo que es el Magdalena, y desde el cielo parece una calle vacía. En el asiento del frente hay un tipo gordo que no ha parado de roncar desde que despegamos. ¿Cómo hacen para dormirse en un viaje que no dura ni 40 minutos? Y no lo digo solo por el gordo: Daniela también va a mi lado con la cabeza descolgada y la boca abierta. Me hace pensar en cómo hacíamos el amor (antes): me dejaba las uñas marcadas en la espalda y al final tiraba la cabeza hacia atrás y abría la boca entre gritos auténticos: Ay, Santi, ¿qué es eso tan rico?, me preguntaba como si no supiera la respuesta y me mordía los hombros. Pero eso fue hace mucho. Bueno, no hace tanto, pero parece que hubiera sido hace mucho. Todavía seguimos haciendo el amor, pero ya casi nunca me deja las uñas marcadas en la espalda y ahora sus gritos suenan como si estuvieran grabados.
Es que antes yo iba a ser un músico famoso y ella una escritora de novelas feministas y ninguno de los dos iba a tener jefe, ni oficina, ni zapatos embetunados, ni hijos, ni camioneta, ni nada de eso. Íbamos a viajar por muchos países y con cada viaje “nuestros procesos creativos iban a evolucionar” (así lo decíamos exactamente).
Pero las cosas no salieron según lo pensado: Daniela ni siquiera terminó su carrera de literatura y a los seis meses de estar estudiando en Barcelona (me la imagino escribiendo en las Ramblas con gafas oscuras y una bufanda) no aguantó más y tuvo que volver a la vida de camas tendidas y baños limpios que antes criticaba tanto. Según me cuenta, estuvo varios meses sin saber qué hacer hasta que al final decidió inscribirse a estudiar Derecho.
Lo mío era más razonable: estudié música en la Fernando Sor de Bogotá e incluso tuve una banda que, a criterio de mis amigos, era excelente. Fue en esa época cuando conocí a Daniela: ella había ido a pasar un fin de semana a la capital y me vio tocando en un bar del Parque de la 93. Esa noche parecía que el bar estaba lleno, aunque ahora que lo pienso mejor, solo recuerdo a mi prima, a mis amigos más cercanos de la universidad y a un grupo de mujeres entre las que estaba Daniela. El bar era oscuro, pero en las mesas había unas velas que despedían una luz tenue y suficiente para ver a Daniela que me sostenía la mirada mientras se tomaba un trago que parecía whisky. Cuando se acabó el toque, salí con los de la banda a fumarme un cigarrillo y al ratico mi prima llegó con el grupo de mujeres. Dijeron que nos felicitaban, que la música estuvo increíble y que deberíamos seguir la fiesta en otra parte. Tenían las manos metidas en las chaquetas y cuando hablaba les salía niebla por la boca.
A eso de las 12:30 de la noche terminamos en el apartamento del que mis papás pagaban el arriendo y a eso de la 1 estaba hablando con Daniela en el sofá. Ahí supe su nombre, que era de Medellín y que había estudiado literatura en Barcelona. También pude ver mejor la cicatriz que tiene en la ceja y ese color extraño de ojos, como una mezcla entre amarillo y verde. A eso de las 2, casi todos los de la banda se habían ido, menos el bajista -un tipo flaco y de manos callosas- y mi prima, que estaba a punto de encerrarse en una pieza con él. Unos minutos más tarde Daniela y yo nos acabamos la botella de tequila y, después de tomarnos el último trago, le dije que tenía dos opciones, irse en un taxi o mostrarme cómo se veía solo con las manillas puestas. ¡Tan bobo!, me dijo riéndose, pero a las 2:40 estaba mordiéndole la boca y más o menos a las 3:00 ella me clavó las uñas en la espalda antes de preguntar que qué era eso tan rico, Santiago.
La azafata pasa vestida con una falda que suena como si fuera de plástico y empuja el carrito para ofrecer jugos HIT y paquetes de achiras. Daniela sigue con la cabeza descolgada y mueve los ojos cerrados como si no fuera capaz de abrirlos. La miro y pienso en que a nuestros procesos creativos ya les sobra la última palabra: mañana tengo que estar en el estudio a las 8 para terminar el jingle comercial que me encargó mi jefe y definitivamente hay pocas cosas más tristes y menos creativas que hacer música en una oficina, con zapatos embetunados y con la certeza de que solo va a sonar en cuñas radiales. Bueno, de pronto lo único más triste que se me ocurre es haber querido ser escritora y terminar cubriendo noticias de animales rescatados en Medellín.
Entramos en las nubes y por la ventana solo se ve una niebla que parece infinita. Me acuerda de un libro del que me habló Daniela y en el que la gente de un país se queda ciega y solo puede ver una especie de cortina blanca delante de los ojos. Queridos pasajeros, favor ajustar sus cinturones: entramos en una zona de turbulencias que no afecta para nada la seguridad del vuelo, dice una voz distorsionada que me llega a través de los parlantes. Adentro se oyen los cinturones abrochándose. El gordo de adelante se despierta por el movimiento (o por la voz, quién sabe) y estira los brazos hacia arriba. Daniela ni se inmuta: sigue con la boca abierta y yo solo pienso en que ayer, además de no clavarme las uñas en la espalda, me dijo unas palabras justo antes de empezar a hacerlo: Lindo, ¿sabes algo? El apartamento todavía tiene un cuarto vacío…
El avión sigue moviéndose. Por la ventana se alcanzan a ver las montañas de Rionegro y yo tomo la cartilla de seguridad que hay al frente del asiento y miro a las personas dibujadas que sonríen y se ponen los chalecos salvavidas antes de caer al mar.
Juan Pedro Vallejo
Medellín, noviembre de 2017.
Ilustración por Sofía Cockburn