La muerte de Héctor "Sangre"
[artista colaborador]
Tres de las balas impactaron en la pared del abasto a mis espaldas, las otras dos se perdieron dentro de mi tórax, seguramente se resguardaron en alguno de mis órganos, cuáles habrán sido los afortunados en recibir ese par de metalcitos típicos de la justicia criminal, y que yo tanto había utilizado. Pero ahora había sido mi cuerpo en la trayectoria.
Mi madre, si estuviese aquí, estaría cruzada de brazos diciéndome “Te lo dije...”. La última vez que hablamos, antes de que girara 180° y se largase quién sabe a dónde; su voz, que me había cantado para que durmiese, la que me había acabado el llanto cuando me lastimaba, la que le gritaba al alcohólico de mi padre cuando nos golpeaba, esa misma voz me cantó sin quebradez alguna: Tarde o temprano los criminales pagan, y a ellos se les cobra con sangre. Tenía razón, no sé cuánta sangre habré cobrado, había perdido el miedo, la muerte no existía a menos que viniese de mi propia mano o por orden mía, yo era la muerte, al menos, eso llegué a creer.
Seguramente una de las balas penetró en un pulmón -pensé- eso justificaría el porqué de la sangre que ahora vomito, pero ¿importa acaso dónde está la otra? En lugar de ubicar los daños, ¿no debería pensar en que me estoy muriendo?
La calle ardía bajo el sol y todos sus transeúntes se evaporaron luego del bam, bam, bam, bam, bam y el contiguo sonido de unas sandalias chocando con la tierra una y otra vez alejándose rápidamente de lo que debería ser mi cadáver, pero, no podían esperar tal puntería, es sólo un niño. Y pensar que hacía tanto tiempo en que le compraba mis cigarrillos a él. Cada día entre las 10:30 y 11:45 am, al verme caminar por allí se acercaba sonriente y preguntando: ¿Cómo está Don Héctor? Las mismas sandalias levantando la tierra pero no alejándose de mí. 4 cajetillas me entregaba cada día Gabrielito, y cada día le pagaba 50 pesos en lugar de 40, 10 pesos sólo para él, se lo merecía, era un niño trabajador, cargando su cajita llena de cigarrillos, mecheros, uno que otro dulce, maní y chocolate oscuro hasta que el sol abandonaba al cielo.
Pero esta vez, no fueron 60 tabacos los que sacó de la cajita, sino 5 amarillas rellenando el tambor de un 38, destinadas todas a mi persona. Una inteligente decisión por parte de algún perro al que le deseo peor suerte que la mía, mandar al pequeño Gabriel a eliminarme, era alguien del que no desconfiaría, naturalmente no podría haberlo hecho. Además 10 pesos no me habrían comprado la vida este día sin saber antes cuál era la cantidad que había pagado el primer sicariato del pequeño, y que sin duda no sería el último.
La tierra a mi alrededor empezaba a convertirse en un pudín sangriento, a pesar de que todos me conocían quizás esa era la razón por la que nadie vino a ayudarme, eso podría hablar bastante acerca de mí.
Así se siente morirse -me dije mientras se apoderaba de mi cuerpo una sensación rarísima. Empecé a mover partes de mi cuerpo: los dedos de los pies, flexioné un poco las rodillas, tenía aún pleno control de mis brazos, mis movimientos eran torpes, no estaban lejos de ser los movimientos de un muerto, pero eso no evitaba que todavía pudiese moverme.
En mi cintura aún tenía colocada mi arma, podía haber acortado el tiempo en el que me moría, pero sin la más pequeña pizca de sumisión me negué de inmediato a esa idea cobarde, si iba a morir no quería que los titulares de los periódicos hiciesen de mi muerte una comedia para el autor intelectual. Pero me estoy muriendo y se me acaba el tiempo para decir que hice de mi muerte una muerte digna del bandido que tuve la fama de ser.
Sería una muerte que lamentar y no una de admirar como la muerte de mi ex socio y compadre Rafael “Puñal”, apodo que se le dio por su costumbre de dejar a sus muertos con un puñal enterrado en el pecho. Su muerte se le entregó en la cárcel, e irónicamente fue muerto a puñaladas, fue punzado al menos 36 veces con un cepillo de dientes. Uno se sorprende de todo lo que un reo puede convertir en arma. Esto hizo de su muerte un chiste “¡Apuñalado muere Rafael “Puñal”!” escribían todos los diarios. Yo no sería “Héctor “Sangre” muere ahogado en su sangre” o cualquier cosa por el estilo, de esas que son capaces de escribir los periodistas sin escrúpulos en las letras y menos cuando se trata de la muerte de uno de nosotros los criminales.
De repente recordé el contenido en el bolsillo de mi camisa, la siempre buena cocaína, el polvito que les pinta de blanco las fosas a los dioses, y que se prohíbe en la tierra porque los hombres siempre le han temido a lo celestial. Si Jesús hubiese probado el perico, ¡sería Judas el de la cruz!
Con mi mano tan ausente de pulso reboté hasta llegar al bolsillo, me costó un poco sacar el frasquito, por suerte la tapa funcionaba con bisagras muy sencillas de abrir. Así pues llevé torpemente el frasco a mi nariz y con el pulgar hice abrir la tapa del mismo e inhalé todo lo que pude. La sensación de este último pase que me hacía había sido grandiosa, no podría describirlo, se lo recomendaría a cualquier persona que esté en su lecho de muerte esperando que se le resbale la vida fuera del cuerpo en cualquier instante. El pulso se me enderezó un poco, y pensaba ahora con más claridad. Empecé a repetirme en mi cabeza vez tras vez “¡No moriré como un perro! ¡No moriré como un perro! ¡No moriré como un perro!”.
Seré el recuerdo y el ejemplo de muchos. Ahora que tengo de nuevo a la muerte en mis manos y por última vez, me convertiré en un Dios, en un santo al que le prendan velas y le fumen puros. Morirá mi cuerpo pero se regará mi imagen. Sí, eso es lo que haré, eso haré. Se persignarán en mi nombre los sicarios y los criminales más grandes me tendrán en sus escapularios. Incluso Gabrielito me rezará el perdón y yo se lo daré, y quizás un día tome mi puesto.
Saqué mi pistola que estaba fría como yo, y la disparé seis veces al cielo, una bala más de las que anteriormente habían sido descargadas para mí. Cerré mis piernas, abrí los brazos, una mano con el frasquito vacío y la otra con mi 9 milímetros. Por último fijé mi mirada al cielo, y ahí bajo el sol, me convertí en Héctor “Sangre”, el Cristo de los bandidos.
Abraham Azuad