Tiempos tranquilos
[artista colaborador]
Félix caminaba por el centro del parque cuando se le antojó un café. Había una cafetería a unas cuadras de donde estaba parado y sabía que alrededor de esa hora su amigo Alberto estaría en busca de un espresso. Ya que era antes de las diez y no necesitaba llegar a la oficina hasta después del almuerzo, se tomó la libertad de acompañar a su amigo en esa mañana de cielos azules y blancos más claros que los que vería la ciudad en su futuro.
— ¡Lea hoy! ¡Quién es Castro! — gritaba el niño ofreciendo el periódico del día a las personas que pasaban enfrente de la catedral que había sido pintada otra vez de blanco, todavía libre de las manchas que causaban la humedad con el tiempo.
Al alcanzar dentro de su traje el bolsillo de su camisa para buscar un lempira, se enteró que esa mañana había cometido el error de dejar su bolígrafo en el escritorio de su habitación. No importaba. Probablemente podía conseguir otro prestado de un amigo en la oficina. Le pasó el billete al niño y éste le regresó su vuelto y una copia de El Tiempo.
— Hey güirro, ¿no tenés Prensa? —
— No... ¿Pero no le sirve ese diario joven? —
Tenía razón, aunque en el valle se acostumbraba a leer La Prensa, El Tiempo era mejor que nada. Le agradeció al niño y comenzó su caminata hacia la cafetería.
En zonas urbanas se acostumbraba a leer el periódico y caminar a la vez. Félix no tenía tal hábito, pues no hace mucho se había tropezado con uno de los escalones del edificio municipal que, como en todas las ciudades hispanas, yacía opuesto a la catedral. Aprendió y esta vez no se tropezó.
En su caminata de cuatro cuadras pasó al lado de tantas otras personas que, como él, vestían traje y saludaban con un cordial <<Buenos días>>. Los carros eran algo nuevo en la ciudad y ver uno siempre levantaba el interés de la gente. Esa mañana vio uno que parecía una cucaracha, que atrajo una manada de niños que decidieron dedicar el tiempo de su receso escolar para admirar la maquinaria alemana que, en sus ojos, parecía magia. Sus mentes infantiles no entendían cómo un pedazo de metal empujaba a su dueño sin necesidad de caballos o pedales. Pasados unos minutos, las monjas del colegio llamaron a los chicos y éstos corrieron de regreso a sus clases.
Al voltearse, Félix vio a una mujer en la esquina del parque preparando tortillas. A Félix le parecía impresionante que esa mujer pudiera darle forma a la masa con tal rapidez. Las amas de casa llegaban a comprar algunas tortillas para el almuerzo. Al ver eso, Félix recordó que tenía que regresar por unas el siguiente día.
En la siguiente cuadra había un taller de bicicletas y volvió a considerar si debía adquirir una. Parecía una buena idea pero no sabía si valía la pena ya que la oficina no quedaba tan lejos de su casa. Ahora en su mente el automóvil también era una posibilidad. En su meditación profunda no notó al niño que corría tarde hacia clase y éste chocó con él. Los dos terminaron en el suelo. Se levantaron. El niño se disculpó y siguió corriendo. Félix se dio cuenta que aunque no estaba leyendo el periódico, no estaba prestando atención a donde caminaba.
El distraerse era normal y, como siempre, la vida era normal. El calor no era ni tan caliente. La catedral blanca ni tan blanca. El trabajo duro ni tan duro. Los pobres ni tan pobres. Los días largos ni tan largos. El amor complicado ni tan complicado. Lo viejo ni tan viejo. Lo nuevo ni tan nuevo. Todo era normal. Todo excepto la ausencia de Alberto en el café. Félix decidió sentarse y justo cuando lo hacía, Alberto entró con el periódico abierto.
— Te vas a caer si leés en vez de ver dónde caminás. —
— ¿Te ha pasado?—
— Mejor pidamos algo. — dijo Félix riéndose.
La mesera les sirvió dos espressos.
— ¿Qué tal todo? —
— Se me olvidó el maldito bolígrafo—
— ¿Aparte de eso?—
— Todo tranquilo. —
S. José Zummar