Ana y sus 70 metros cuadrados
Ana es una de esas chicas a las que no les importa que alguien se le cuele en el súper. Tampoco puede evitar echar unas monedas al guitarrista melancólico de la parada de metro de La Latina. Sueña con viajar a Roma y vivir en un apartamento con un balcón lleno de flores. Cada mañana calienta la leche 56 segundos en el microondas porque sabe que es el tiempo necesario para que hierva sin salirse de la taza. Ana tenía 27 años cuando su madre murió y hace dos que no es capaz de salir de casa. Su médico lo llama “miedo a los espacios abiertos”. Se mudó a Madrid antes del fallecimiento de su madre para trabajar en la embajada italiana, pero a raíz de la depresión ahora trabaja en casa traduciendo novelas románticas a 3 céntimos por palabra. Su padre lleva tres meses enfermo y desde entonces él le envía dos cartas a la semana con algún paquete de caramelos, una los martes y otra los jueves.
Hoy es uno de esos días y Ana se ha arreglado más de los normal. Se ha puesto ese vestido de flores con la falda dos centímetros por debajo de las rodillas. Lleva dos años sin maquillarse y con la mano algo temblorosa comienza a perfilarse los labios con el carmín rojo que le regaló su madre. Decide no ponerse colorete pero piensa que algo de máscara de pestañas no le vendrá mal para marcar esa mirada de ojos verdes. Anda por el pasillo de un lado para otro sin parar de frotarse las manos. Pablo, el cartero, lleva viniendo tres semanas seguidas de forma puntual y hoy llega 8 minutos tarde. Ana se mira en el espejo para repasar de nuevo su aspecto; se retoca el flequillo recto por encima de las cejas y con una mano posa un mechón castaño detrás de su hombro. El maquillaje le ha perfilado el rostro y el vestido le marca un poco la cintura. Además, los zapatos de salón azules con pespuntes en blanco le hacen algo más alta y sofisticada. Se siente guapa.
Suena el timbre. Deja de mirarse en el espejo para corretear cinco pasos por el pasillo hasta llegar a la puerta sin hacer ruido con los tacones. Se coloca delante de la mirilla y con su ojo izquierdo repasa el físico del cartero: espalda ancha, ojos oscuros, barba cuidada y labios gruesos. Ana coloca su mano en el pomo de la muerta y abre con un giro de muñeca muy lento. Entra la brisa del rellano y su melena se vuelve a descolocar. Pablo le extiende otra carta de su padre. Esta vez sin su correspondiente paquetito de caramelos, pero Ana no se da cuenta. No mira la carta, solo quiere que ese momento pase lo más despacio posible.
-¡Ana! Vaya, que bien te sienta ese vestido- dice Pablo tras inclinarse para darle dos besos.
Ana se encoge de hombros y musita un “gracias” muy tímido. Ha hecho bien en no ponerse colorete.
-No pensaba decirte nada pero en dos semanas me iré a Barcelona a trabajar y no me gustaría irme sin conocerte mejor – Pablo mira al suelo y coge aire- ¿Te gustaría cenar hoy en ese restaurante chino cerca de la Plaza de Oriente?
Ana asiente. Un escalofrío ha recorrido toda su espalda.
-Perfecto, te veo allí a las nueve.
Los dos no despegan sus miradas hasta que la casa se cierra por completo. Vuelve a mirar por la mirilla; Pablo sigue ahí. Ana también. Y sabe que a diferencia de Pablo, ella nunca se marchará más lejos de esa puerta.
Faltan diez minutos para las nueve. Ana ha decidido ponerse un vestido rojo de cortes rectos por encima de la rodilla. Piensa que quizá un buen vestido le ayudará a salir por la puerta. Pablo es su única razón para salir de aquel piso que comienza a convertirse en su mayor pesadilla. Se coloca delante de la puerta pero no es capaz de tocar la manilla. Repite esta acción tres veces pero a la cuarta se desploma al suelo y comienza a llorar. Las lágrimas le destrozan el maquillaje.
Son las nueve y media. En el piso no se oye más que una respiración acelerada y sollozos en voz baja. Ana lleva media hora tirada en el suelo y las piernas se le comienzan a dormir. Suena el timbre. Se reincorpora y sin comprobar quién llama abre la puerta. Es Pablo. Lleva camisa blanca bien planchada y unos vaqueros anchos. Ha vuelto corriendo desde el restaurante.
-Lo sé. Solo tú das besos en al ras del marco de la puerta.
Ana frunce el ceño y Pablo entra en la casa. Coge dos sillas de madera de la cocina y vuelve a la entrada. Coloca una silla fuera y otra dentro. Después vuelve a por la mesa de metal que agarra fácilmente con los dos brazos hasta posarla en medio del marco de la puerta. Pablo improvisa dos platos de pasta con queso y ambos cenan sin decir nada pero sin parar de mirarse fijamente con una sonrisa; ella dentro, él fuera.
Mañana han quedado para dar un paseo por su pasillo.
Markel Urrestarazu