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Rosaura 

Habían pasado tres años desde que Rosaura había sido reincorporada a la vida

normal. Puesta en la calle. En libertad. Con derecho a un trabajo, sueldo y vivienda, y

permitirse vestir como se le viniera en gana.

Nunca nadie la consideró una bebedora, ni mucho menos una borracha. Pero como

hay días de días y noches de noches, regresaba esta vez a su casa con la vista borrosa y los pasos en zig-zag por la mitad de la calle.

Cuando reconoció dónde se encontraba, supo que aún le quedaba un buen camino

para llegar. En la acera izquierda se encontró con las casitas viejas y los locales que

podía ver a través de la ventana de su vieja alcoba; y del otro lado ahí estaba, detrás de

las rejas negras, cruzando el jardín, el recinto en el que vivió por tantos años.

Era temprano, cinco y cuarto de la mañana. En cinco minutos saldrían las muchachas a

podar. Tarea que ella siempre aborreció. Pero nunca se quejó de esto en su momento.

Ahora ella estaba fuera y sintió querer ver a aquellas mujeres que llegaron a

convertirse en unas verdaderas hermanas, una vez más.

Sacó un cigarrillo del bolso y las vio salir. “No deberían estar ahí dentro”, pensó, “Pero

son ellas las que insisten en quedarse”. Quiso tenerlas a su lado, allí con ella, y

caminarlas hasta su casa y enseñarles su nuevo pedazo de vida.

Habían pasado tres años desde que Rosaura había sido puesta en libertad. Tiempo

suficiente para que los recuerdos no la atormentaran por las noches, pero nada

realmente se olvida. Era feliz, no le cabía la menor duda, pero verlas ahí sin ella, como

viendo una fotografía de la que fue borrada, la atacó de sentimientos y un nudo se

posó en su garganta.

Se acordó de los bueno momentos con ellas: a la hora del almuerzo, las charlas

durante el descanso, el grupo de libros y el servicio comunitario. Y pensó en cómo la

solían llamar: Rosita, porque siempre fue la menor; Rochy, de confianza; hermana

Rosa los conocidos; y sor Rosaura durante los servicios.

Las lágrimas se le asomaron y se sintió débil. Buscó en su cuello por el rosario que

solía llevar, pero esta vez no lo encontró. Ellas se lo habían quitado tras su “descuido”.

Metió la mano en el bolso y sacó la botella en que guardaba el último sorbo. Unas

pasaba la podadora por el césped y otras daban forma a los matorrales. Le daban la

espalda y no la veían.

El sol se pronunciaba en el cielo y su bebé la esperaba en casa. Por suerte la niñera

había aceptado pasar la noche. Era momento de partir.

“Malditas monjas”, dijo, y siguió caminando.



 

                                                                                                                      Daniel Franco Sánchez

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Ilustración por Pete Pritchard  

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