Chronos
7 horas, 13 minutos.
“¿Por qué, Gina? ¿Por qué eres tan inútil? ¡Concéntrate!”. Suelo hablar sola, especialmente cuando estoy alterada o ansiosa. Es una de las pocas cosas por las que agradezco mi privacidad... bueno, soledad. Da lo mismo, porque a las 5:00 p.m. me reuniré con la persona a quien más amo en este mundo. Me siento agobiada y sumamente nerviosa. No la conozco, y, sin embargo, la amo de manera incondicional. Parece una locura, incluso para una chiflada intrépida como yo.
5 horas, 22 minutos.
El cuerpo me tiembla. Las manos me sudan. Por fin ha llegado el día que tanto he esperado; el día que, sin duda alguna, será el más importante de mi vida. Tengo una cita con Ariel, y heme aquí, aún tirada en cama a las 11:38 a.m. con ropa y resaca de ayer, estática, inmóvil, no porque quiera, sino porque una parte de mí está detenida en el miedo, sabiendo que la felicidad no ha tocado mi puerta desde el verano del 2001.
4 horas, 5 minutos.
Abby me dijo, aquel martes en el Bourbon Room, que la relajación y la meditación son clave a la hora de enfrentarse ante situaciones tan importantes como esta. Abby enseña yoga. La mayoría de las veces trato de ignorar sus consejos hippies, pero ahora estaba dispuesta hasta beber de un charco si me decía que este contenía una sustancia mágica que lograra calmarme. En el primer intento de levantarme, trato de recordar los ejercicios que aprendí en clase de yoga, hace mucho tiempo. “Respira. Inhala... exhala... inhala... exhala”. No funciona.
3 horas, 3 minutos.
Ese nerviosismo se convierte en motivación. Ya que logré levantarme, trato de planificar y organizar mi día por primera vez en 31 años. Mi cuarto está hecho un desastre, no tengo tiempo para ordenar; era mi futuro o mi cuarto.
No debo llegar tarde. No puedo llegar tarde. No quiero llegar tarde. 2 horas, 40 minutos.
Abby dijo que debía estar feliz, fascinada, emocionada –y sí que lo estoy–, pero de alguna forma u otra, lo único que consigo hacer es morderme las cutículas. Las uñas ya me las comí ayer. Solo espero que en alguna parte, Ariel esté pensando en mí, nervioso o emocionado. No me importa. El mero hecho de que anhele, o tan si quiera piense, en nuestra cita, me saca una sonrisa.
1 hora, 1 minuto.
En una hora, nos veremos en su piso de la calle 25 Este con la quinta avenida. Me imagino cómo será; no el piso, la persona. Trato de evadir ese pensamiento para no decepcionarme, para esperarme lo mejor y prepararme para lo peor ¿Qué pasa si no le caigo bien? ¿ Y si la persona es drogadicta? O peor aún, ¿si es republicana? Quiero saber sus pasiones, ascos, placeres y disgustos. Quiero saber si le gusta el color azul marino o si le gusta el rock and roll, si preferiría pasar un día entero con Albert Einstein o con Marilyn Monroe, si le gusta más Pepsi o Coca-Cola.
30 minutos.
Camino, entro al edificio, mi estómago cae. Siento el perrito caliente que comí ayer en el almuerzo subir hasta el borde de mi esófago. Continúo en esa dirección, sin mirar atrás a mi pasado oscuro. Por cuestión del destino me alejaron de Ariel, y por este mismo medio nos volveremos a encontrar. Respiro. Inhalo, inhalo, inhalo, luego exhalo.
3 minutos.
¡Dios mío! No estoy lista. Un calor entra por mis nervios y recorre todo el cuerpo. “No lo arruines, Regina Campbell, no lo arruines”. Solo en casos extremos uso mi nombre completo con apellido. Tal vez el hecho de que alguien lo reconocería y lo asumiría en cuestión de minutos era el causante de ese fenómeno. Ahora me vendría bien beber de ese charco mágico.
53 segundos.
Toco el timbre.
40 segundos.
Abre la puerta.
20 segundos.
Mi corazón se acelera a 110 latidos por minuto.
15 segundos.
Más rápido.
12 segundos.
Mis latidos aceleran.
7 segundos. 5 segundos. 3 segundos.
Llegó el momento. 2, 1.
- ¿Mamá? –pregunta el amor de mi vida, y me sonríe... (con su rostro reventado por el acné).
Adriana Linares