Las trazas de la maldición
Marta le había prohibido a Dimas la asistencia al quinto cumpleaños de Luisito con una semana de antelación. Sin embargo, ahí estaba su hermanastro, en la puerta con una camisa arrugada, una cajita envuelta en papel de periódico y la expresión enfurruñada del niño que oculta el llorar. Ella le pidió explicaciones. Le preguntó si no había entendido lo que había dejado muy claro. Después sólo pudo verlo a los ojos, intentando alejarlo con la intensidad de su mirada. Pero él siguió ahí, sin voltear la cara, y Marta sintió que su rabia se ablandaba. Lo hizo pasar con apuro por el corredor y la sala, saludó con premura a los demás padres y lo llevó al patio, donde una payasa menuda repartía globos con forma de animales, espadas y sombreros a una multitud de infantes. Llamó a Luisito y le dijo que saludara a su tío Dimas, que lo levantó en brazos y le hizo varias preguntas sobre su equipo de béisbol. Después lo volvió a bajar y le dio una pequeña bolsa de dulces. Cuando Marta preguntó si tenían nueces lo negó. Sólo son chocolates, aseguró. Entonces le entregó la cajita que había traído y dijo que era para ella. preguntó ella. Él respondió que era un pequeño gesto para pedirle disculpas “por todo lo malo que ha pasado” y la dejó para saludar a Saúl, el padre del cumpleañero, con quien inició una charla animada.
Sorprendida, Marta llevó la cajita al baño, la desenvolvió y la abrió. Dentro había un par de zarcillos de plata preciosos. Se quitó los que tenía puestos para probárselos, admirándose en el espejo sin darse cuenta del tiempo que pasaba. El brillo argénteo le recordaba al de las estrellas más brillantes del cielo urbano. De repente volvió a oír a los niños jugando afuera, y se acordó de la fiesta. En ese momento sintió el sudor picándole la frente. Al salir del baño vio a Saúl hablando con otros padres, sin Dimas. Después de dar dos vueltas frenéticas a la casa, lo encontró en un recoveco del jardín, riéndose con la payasa (que ahora parecía mucho más joven, ¿cuántos años tendría?) a la vez que se pasaban una petaca. Lívida, le dijo a la payasa que volviera con los niños mientras él ofrecía excusas. Sólo se estaban divirtiendo, dijo. Ella le preguntó si de verdad le parecía que beber con una chica que estaba trabajando en una fiesta de niños era una buena idea. Él soltó una risa nerviosa y le dijo que estaba muy agradecido de poder celebrar con su hermana y su sobrino. “Hermanastra”, le corrigió Marta, y no le volvió a dirigir la palabra; había vuelto a centrarse en la fiesta para que pudiera terminar sin sorpresas.
Pero apenas cruzó el patio vio a Luisito sentado en el escalón de la entrada que daba a la sala, casi inmóvil. Su cara se había inflamado monstruosamente, apenas podía abrir los ojos y se abrazaba a la bolsa de chocolates. Marta tomó la bolsa y la inspeccionó. En una esquina, en letra diminuta, se leía: “Pueden contener trazas de nueces”. Agarró la mano de su hijo y se dispuso a entrar a la casa cuando vio a la payasa tambaleándose, con la mirada perdida mientras intentaba malabarear algunas pelotas de colores. Fracasó miserablemente. Al perder el equilibrio profirió una maldición y cayó de cara.
Los chicos quedaron mudos, impactados por el giro imprevisto del espectáculo, hasta que uno de ellos, el más corpulento de la fiesta y un alborotador nato, se le abalanzó a la payasa y cayó encima de ella. Los otros, inspirados por la travesura de su compañero, la atacaron en conjunto, jalándole el cabello, quitándole sus zapatos y pegándole con los globos mientras ella, narcotizada, gritaba obscenidades e intentaba zafarse. Marta sintió que su cuello se tensaba hasta el dolor mientras buscaba a su esposo con la mirada, pensando en cómo solucionar todo sin demasiado escándalo, hasta que lo vio sosteniendo la torta sobre una fuente de porcelana, entonando con voz temblorosa la canción de cumpleaños por lo menos una hora antes de lo acordado.
Saúl se dirigía hacia los invitados cuando dio un mal paso y tropezó. La torta salió despedida, atravesó la sala y perdió su integridad en el aire. Los grumos cayeron sobre los padres, que empezaron a gritar y a quejarse. La fuente se partió en mil pedazos cuando Saúl aterrizó sobre ella, sosteniéndola todavía al caer. Intentaba enderezarse, pintaba el suelo de rojo. Marta todavía sujetaba a Luisito cuando corrió hacia su esposo. Saúl tenía la mirada perdida. Se veía las palmas ensangrentadas y balbuceaba entre risas e hipos sobre las vueltas de su cabeza, una bebida y Dimas, que le había brindado el licor.
Entonces Marta volteó a ver a su hermanastro, que desde el jardín observaba petrificado la escena con ojos desorbitados. Cuando notó que lo estaba mirando se estremeció como si lo apuñalaran. Apartó la mirada y saltó con increíble destreza por encima de la payasa, que luchaba todavía con las criaturas, se deslizó ágilmente entre los padres atónitos, atravesó el corredor y se precipitó por la salida tirando la puerta, que al cerrarse resonó con un estruendo. Luisito se asustó con el ruido y empezó a llorar, sus lágrimas apenas asomaban a través de sus párpados hinchados.
Virgilio González
Ilustración por Pete Pritchard