El columpio
Después de muchos años decidió volver a aquel árbol en donde se columpió las tardes más felices y tranquilas de su vida. Ahí seguía, intacto, con sus ramas frondosas, fuertes, y llenas de verde; a diferencia de él, quien contaba con tan solo un par de cabellos, del mismo color del pavimento por el que había cruzado para llegar nuevamente a este lugar. Trató de enderezar su postura, imitando al árbol, pero el peso de sus años lo devolvió a la joroba.
Dejó caer el maletín contra la grama. Volteó la vista hacia la casa. La pintura blanca había tomado un color amarillento en las paredes más anchas, y las esquinas estaban grises del mugre. No hubo señal de vida dentro de ella: las luces estaban todas apagadas, y una persiana colgaba de uno de los extremos, a un clavo de caer. ¿Hace cuánto que sus padres la habían vendido? La casa le pareció marchita.
Él fijó su vista en aquella puerta trasera, por la que él salía corriendo, cuando era joven, directo al patio, a columpiarse en el neumático que colgaba del árbol. Escuchó el ruido de los autos atravesando por la calle al otro extremo, y volvió a ver al árbol. Ya no estaba el neumático en la rama, pero si los restos de la soga.
El sol comenzó a esconderse. Había sido un día largo.
Jaló el nudo de su corbata hasta librarse de ella. Soltó un suspiro y se desabrochó el primer botón del cuello de la camisa. Y caminó en dirección al árbol, decidido a columpiarse por una última vez.
Daniel Franco Sánchez