Alacranes
Si Lola hubiera sabido que se iba a caer a golpes ese día, no se habría puesto una falda. Ahora estaba cojeando por la avenida principal en medio de la noche, lejos de casa. Todavía podía sentir el olor de pescado y mandarinas estancandose en su nariz, boca y garganta.
Para cuando había salido del basurero luego de media hora, ya el sol se había puesto, y no iba a poder llegar al bus que la llevaba siempre a casa.
Cuando apareció un par de viejitos en su lado de la acera, Lola enderezó su espalda e intentó disimular su cojeadera. Apenas pasó de largo la pareja, se detuvo en una esquina para recuperar el aliento. Tenía el estómago lleno de alacranes que le atormentaban con sus picadas y le mareaban con su veneno. Sentía que el cuello se le iba a caer del dolor. Justo ahí (en la primera vértebra cervical, hubiera dicho la profesora Irma en clase de ciencias) había aterrizado la hebilla del zapato nuevo de Pía, del par que habían ido a comprar juntas un fin de semana. Pía no se había unido a las otras a pegarle patadas hasta que Lola estaba en el suelo.
“¡Dale, que no le debes nada!”, las palabras que habían gritado a varias voces para que la traicionara se repetían en sus oídos como un disco rayado.
Lola quería pensar que su amiga tenía un carácter débil. Que en algún momento no tan lejano se acercaría durante alguna clase para pedirle perdón en voz baja. Que si ella no hubiera tropezado y caído, al menos no se habría unido a la trifulca que la quería matar, obligándola a escapar por un callejón y encerrarse en un contenedor de metal lleno de mierda.
Se levantó y siguió su camino renqueando. Su pierna derecha estaba hinchada y mostraba una variedad de matices que iban desde un amarillo brillante hasta un negro sucio.
¿Pero se lo merecía? Tal vez. En una instancia de razonamiento troglodita, la humillación pública de una pandillera como Minerva ameritaba que la emboscaran entre siete chicas. Así se movían las jerarquías en un salón de clases: siempre había una que lograba arrastrar a otras niñas y someterlas a su voluntad con la fuerza de su personalidad (o de sus brazos, parecía ser). Y estas estaban más que felices de subrogar su juicio y sentido crítico a quien pareciera saber de qué se trataba la vida colegial. Claro estaba, cuando atacaba personalmente a su líder, acababa hiriendo la mismísima identidad que compartían todas ellas.
La verdad es que no había sido un buen día. Apenas había despertado se golpeó la cabeza con el marco de la ventana que estaba encima de su cama. Hay malas decisiones que sólo se explican cuando se empieza la jornada con un chichón y mucho mal humor.
Burlarse de su par de medias, distintas entre sí y escogidas a ciegas en el alboroto de la mañana, había sido una provocación bastante inocente de parte de Minerva, que se había contentado con las risas sin ganas de sus secuaces. Pero en ese momento y a esa hora, a Lola le había parecido un agravio que exigía retribución inmediata. Llamó a Minerva por su nombre y comparó la tez de su cara con la superficie de tierras remotas y áridas, y su fisonomía con la de los nobles antepasados antropoides de la raza humana. Sugirió que su ropa procedía de distintos proyectos nacidos de la bondad de los corazones de gente dedicada al servicio de los desamparados. Mostró preocupación por la correcta marcha de sus procesos fisiológicos y su impacto en su físico, sin dejar de preguntar por posibles desequilibrios hormonales o irregularidades en la dieta. Por último, compartió sus sospechas sobre la posible falta de hombría de su novio, además de sus reducidos dotes e inclinaciones aberrantes.
Para cuando cesó su soliloquio, todo el salón había caído en silencio, como si hubieran anunciado una muerte. Hasta Irma miraba boquiabierta mientras pensaba cómo encauzar esa energía acumulada en una oportunidad didáctica. Cuando sonó el timbre, Lola reconoció la ocasión, recogió su bolso y salió con paso marcial.
Así como había reído al dejar el liceo, Lola rió ahora al recordar la expresión de Minerva cuando balbuceaba, intentando articular una respuesta. Los rascacielos habían quedado atrás, y ahora la envolvía una inmensa oscuridad. Podía ver unos puntitos brillantes en los montes lejanos. Las luces prendidas de los insomnes de su barrio. Todavía faltaba un buen trecho de la carretera, y luego se tendría que enfrentar a los peldaños que la llevarían a casa. A mamá.
Una punzada en el cuello. Un choque eléctrico que estalló desde su nuca y se extendió por todo su lado izquierdo hasta llegar a la punta de los dedos de sus manos y pies. Se sostuvo de su rodilla derecha, que ya se estaba tambaleando, y sintió que un ejército de hormigas se estaba comiendo sus muslos. Cuando pasó la conmoción, se levantó con dificultad y siguió su camino. Unas lágrimas habían oscurecido su camisa. Se pasó el pulgar por debajo de los ojos. No podía dejar que mamá la viera y pensara que había llorado. Que supiera que había peleado y perdido, sea, pero no que había llorado.
Ojalá no se hubieran enfadado esa mañana. Ojalá no hubieran discutido durante el desayuno por cualquier estupidez. Lola intentó recordar el motivo de su enfrentamiento mientras procuraba llevar un paso un poco más rítmico. Nada, sólo gritos y malicia. Incluso se había burlado de sus sollozos mientras salía por la puerta para ir al liceo. Supuso que ahora iba a ser castigada indefinidamente, sin contar los regaños con los que podía contar las próximas semanas y los recordatorios que durarían toda la vida. Nunca iba a dejar que olvidara esto.
Pero eso no sería con lo que la recibiría, ¿verdad? Al llegar le iba a cambiar la cara, que estaría como la ponía cuando estaba lista para amonestarla. Entonces su frente se arrugaría, como cuando se asusta, y saldría corriendo a buscar su botiquín, el de los lazos rosados en la tapa. Lola sonrió, no lo había visto en un buen rato. Lo único que le diría sería que se sentara en una de las sillas de la sala, y no se hablarían hasta que ella terminara de limpiarle las heridas, tardara lo que tardara. De esta, y no de otra forma, transcurriría el resto de la noche. Era bonito saber lo que le deparaba su llegada a casa.
Luego de un desvío en la carretera empezaba una subida empinada. Cuando pusieron los peldaños los separaron demasiado los unos de los otros, de modo que, más que pasos, uno tenía que subir a brincos. Lola se tomó unos segundos para descansar, y luego saltó con su pierna izquierda para caer con la misma en el próximo escalón. No podía apoyar el pie derecho, y ya estaba jadeando por el esfuerzo, pero no estaba apurada. Tenía toda la noche. Al cabo de un momento saltó de nuevo.
Virgilio González
Ilustración por Nicolás Villegas